Estoy terminando el súper libro con conocimientos WOWs about neurociencia y la historia de la violencia de Steven Pinker: Los Ángeles que Llevamos Dentro.
El equivalente de demasiados recuerdos por parte de las víctimas es demasiados pocos recuerdos por parte de los perpetradores.
En una visita a Japón en 1992, compré una guía turística que incluía una práctica cronología de la historia del país.
Aquí dos capítulos con información super reveladora acerca de la neurobiología de la violencia en los homo sapiens AKA Us: humans.
Capítulo 8
DEMONIOS INTERIORES
La brecha de moralización y el mito del mal puro
DEMONIOS INTERIORES
La brecha de moralización y el mito del mal puro
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En La Tabla Rasa, sostenía que la negación actual del lado oscuro de la naturaleza humana —la doctrina del buen salvaje— fue una reacción contra el militarismo romántico, las teorías hidráulicas de la agresividad y la exaltación de la lucha y el enfrentamiento que habían sido populares a finales del siglo XIX y principios del XX.
Los científicos y expertos que ponen en entredicho la teoría moderna han sido acusados de justificar» la violencia y han sufrido denigración, libelo de sangre y agresión física[1359]. El mito del buen salvaje parece ser otro ejemplo de movimiento antiviolencia que deja un legado cultural de convenciones y tabúes.
De todos modos, gracias a un brillante análisis del psicólogo social Roy Baumeister en su libro Evil[1360] ahora estoy convencido de que la negación de la capacidad humana para el mal llega a niveles aún más profundos, y en sí misma acaso sea una característica de la naturaleza humana. Baumeister sintió el impulso de estudiar la interpretación sensata del mal al observar que los autores de acciones destructivas, desde deslices cotidianos a asesinatos en serie y genocidios, jamás piensan que estén haciendo algo malo. ¿Cómo puede haber en el mundo tanta maldad con tan pocos individuos malos?
Cuando los psicólogos se enfrentan a un misterio eterno, realizan un experimento.
Baumeister y sus colaboradoras Arlene Stillwell y Sara Wotman no podían llevar al laboratorio a individuos que cometieran atrocidades, pero entendieron que la vida diaria tiene su cuota de pequeños pesares que se pueden examinar al microscopio[1361]. Pidieron a diversas personas que describiesen un incidente en el que alguien les hubiera hecho enfadar, y un incidente en el que ellas hubieran hecho enfadar a alguien. El orden de las dos preguntas cambiaba al azar de un participante a otro, y estaban separadas por una tarea de poca importancia, de modo que no se respondía a las preguntas una tras otra. La mayoría de las personas se enfadan al menos una vez a la semana, y casi todo el mundo al menos una vez al mes, así que no faltaba material[1362]. Tanto los perpetradores como las víctimas relataron muchas mentiras, promesas incumplidas, normas y obligaciones infringidas, secretos traicionados, acciones injustas y conflictos por dinero.
Pero los perpetradores y las víctimas no coincidían en nada más. Los psicólogos estudiaron minuciosamente los relatos y codificaron rasgos como la duración de los episodios, la culpabilidad de cada lado, los motivos del autor y las repercusiones del daño. Si hubiera que tejer narraciones compuestas a partir de sus anotaciones, el resultado sería algo así:
Relato del perpetrador. La historia comienza con la acción perjudicial. En su momento yo tenía sobradas razones para hacerlo. Quizás estaba respondiendo a una provocación inmediata. O tal vez sólo estaba reaccionando ante la situación de un modo distinto al de cualquier persona razonable. Tenía todo el derecho a hacer lo que hice, y es injusto culparme por ello. El daño fue insignificante, se reparó con facilidad, y pedí disculpas. Ya es hora de superarlo, dejarlo atrás; lo pasado, pasado está.
Relato de la víctima. La historia comienza mucho antes de la acción perjudicial, que fue sólo el último incidente en una larga historia de malos tratos. Las acciones del perpetrador eran incoherentes, incomprensibles, carecían de sentido. O esto, o era un sádico motivado sólo por el deseo de verme sufrir, pese a que yo era totalmente inocente. El daño que hizo es grave e irreparable, con efectos que durarán toda la vida. Ninguno de los dos debe olvidarlo jamás.
No pueden tener razón los dos —es más, ninguno de los dos puede tener razón todo el tiempo, pues los mismos participantes contaron una historia en la que eran la víctima y otra historia en la que eran el perpetrador—. Algo en la psicología humana distorsiona la interpretación y el recuerdo de los sucesos dañinos.
Esto plantea una cuestión obvia. Nuestro «perpetrador interno» ¿blanquea nuestros crímenes en una campaña para exonerarnos de toda culpa? ¿O nuestra «víctima interior» cuida de nuestros agravios en una campaña para reclamar la compasión del mundo? Como los psicólogos no eran observadores inadvertidos en el momento de los incidentes reales, no tenían modo de saber qué relatos retrospectivos eran fiables.
En un ingenioso seguimiento, Stillwell y Baumeister «controlaron» el episodio escribiendo una ambigua historia en la que un estudiante universitario se ofrece a ayudar a otro a hacer un trabajo pero no cumple por diversas razones, por lo que el compañero saca una nota baja en el curso, cambia su asignatura principal y se matricula en otra universidad[1363]. Los participantes (también alumnos) sólo tenían que leer la historia y luego volver a contarla con la mayor precisión posible en primera persona, la mitad asumiendo la perspectiva del perpetrador, y la otra mitad la de la víctima. Se pedía a un tercer grupo que contará de nuevo la historia en tercera persona; los detalles que daban u omitían servían de punto de referencia para distorsiones comunes de la memoria humana que no resultan afectadas por «sesgos en beneficio propio». Los psicólogos codificaron los relatos según los detalles
desaparecidos o embellecidos que mejoran la imagen del perpetrador o de la víctima.
La respuesta a la pregunta «¿A quién debemos creer?» acababa siendo ésta: «A nadie». En comparación con el patrón de referencia de la propia historia, y con el recuerdo de los narradores imparciales en tercera persona, tanto las víctimas como los perpetradores tergiversaban las historias en el mismo grado pero en direcciones
opuestas, cada uno omitiendo o adornando detalles de tal modo que los actos de su personaje parecieran más razonables y los del otro menos. Curiosamente, en el ejercicio no había nada en juego. Los participantes no sólo no habían tomado parte en los sucesos, sino que tampoco se les pedía que simpatizaran con el personaje ni justificaran la conducta de nadie; sólo tenían que recordar la historia desde una óptica de primera persona. Eso era todo lo que se requería con el fin de reclutar sus procesos cognitivos para la causa de la propaganda interesada, del beneficio propio.
Los relatos discrepantes sobre un episodio a juicio del agresor, la víctima y un tercero neutral son una capa psicológica superpuesta al triángulo de la violencia de la figura 2.1. La denominaremos «brecha de moralización».
La brecha de moralización es parte de un fenómeno más amplio llamado «sesgo en beneficio propio». Las personas intentan parecer buenas. «Bueno» puede significar efectivo, fuerte, deseable y competente, o bien virtuoso, honrado, generoso y altruista. El impulso a presentar el yo bajo una luz positiva fue uno de los principales hallazgos de la psicología social del siglo XX. Una de las primeras revelaciones fue Presentación de la persona en la vida cotidiana, del sociólogo Erving Goffman, y en recientes reseñas se han incluido Mistakes Were Made (but Not by Me), de Carol Tavris y Elliot Aronson, Deceit and Self-Deception, de Robert Trivers, y Why Everyone (Else) Is a Hypocrite, de Robert Kurzban[1364]. Entre los fenómenos característicos tenemos la disonancia cognitiva, en la que las personas cambian su evaluación de algo —que deben hacer porque les han convencido de ello — para mantener la impresión de que controlan sus acciones, y el efecto del lago Wobegon (que toma el nombre de la ciudad ficticia de Garrison Keillor donde todos los niños están por encima de la media), en el que la mayoría de las personas se califican por encima del valor promedio en cualquier rasgo o aptitud deseable[1365].
Los sesgos en beneficio propio forman parte del precio evolutivo que pagamos por ser animales sociales.
Los individuos se congregan en grupos no porque sean robots que se sientan atraídos magnéticamente entre sí sino porque tienen emociones sociales y morales. Sienten afecto y compasión, gratitud y confianza, soledad y culpa, celos y furia. Las emociones son reguladores internos que garantizan a las personas la cosecha de beneficios de la vida social —intercambio recíproco y acción cooperativa
— sin sufrir los costes, a saber, la explotación por tramposos y parásitos sociales[1366]. Simpatizamos, confiamos y nos sentimos agradecidos hacia quienes son susceptibles de cooperar con nosotros, recompensándolos con nuestra propia colaboración; y nos enfadamos con los susceptibles de engañarnos y los aislamos, retirándoles la cooperación o imponiéndoles un castigo. El propio nivel de virtud de una persona es una solución de compromiso entre la estima procedente de cultivar
una reputación como colaborador y las ganancias procedentes de trampas furtivas. Un grupo social es un mercado de cooperadores con distintos grados de generosidad y honradez, y las personas se anuncian a sí mismas tan generosas y dignas de confianza como pueden, acaso en un grado algo superior al real.
La brecha de moralización consta de diversas tácticas complementarias negociadoras para lograr una compensación entre una víctima y un perpetrador. En un juicio por agravios, el demandante social hará hincapié en el carácter deliberado, o al menos en la depravada indiferencia, de la acción del demandado, así como en el dolor y el sufrimiento del demandante. El demandado social subrayará lo razonable e inevitable de la acción, y minimizará el dolor y el sufrimiento del demandante. Los
La brecha de moralización consta de diversas tácticas complementarias negociadoras para lograr una compensación entre una víctima y un perpetrador. En un juicio por agravios, el demandante social hará hincapié en el carácter deliberado, o al menos en la depravada indiferencia, de la acción del demandado, así como en el dolor y el sufrimiento del demandante. El demandado social subrayará lo razonable e inevitable de la acción, y minimizará el dolor y el sufrimiento del demandante. Los
marcos en competencia determinan las negociaciones sobre compensaciones y también actúan para la galería en una competición para despertar las simpatías del público y ganarse cierta reputación de réplica responsable[1367].
Trivers, el primero en proponer que las emociones morales son adaptaciones a la cooperación, identificó también un giro importante. El problema de intentar transmitir una impresión exagerada de amabilidad y destreza es que otras personas probablemente desarrollarán la capacidad para detectarla, lo que pone en marcha una carrera armamentística psicológica entre los mejores mentirosos y la mejor detección de mentiras. Las mentiras se pueden descubrir gracias a contradicciones internas (ya
lo dice el proverbio yiddish: «Un mentiroso ha de tener buena memoria»), o gracias a dudas, tics, rubores y sudores. Trivers aventuró que la selección natural quizás haya favorecido cierto grado de autoengaño a fin de eliminar en origen esos elementos delatadores. Nos mentimos a nosotros mismos para ser más creíbles al mentir a los demás[1368]. Al mismo tiempo, una parte inconsciente de la mente registra la verdad acerca de nuestras capacidades para que no nos desliguemos demasiado de la
realidad. Trivers atribuye a George Orwell una formulación temprana de la idea: «El secreto de la gobernación estriba en combinar una creencia en la propia infalibilidad con una capacidad para aprender de los errores pasados»[1369].
El autoengaño es una teoría exótica, pues hace la paradójica afirmación de que algo denominado «el yo» puede engañar y, a la vez, ser engañado. Resulta fácil demostrar que las personas son propensas a los «sesgos» en beneficio propio, como la balanza de un carnicero mal calibrada a su favor. Sin embargo, no es fácil demostrar que las personas son propensas al autoengaño, el equivalente psicológico de la doble contabilidad que llevan ciertas actividades comerciales turbias en las que hay un libro público accesible a los ojos entrometidos mientras se utiliza otro privado con la información correcta para llevar el negocio[1370].
Un par de psicólogos sociales, Piercarlo Valdesolo y David DeSteno, han ideado un ingenioso experimento que «pilla» a la gente en el momento del autoengaño, de la doble contabilidad[1371]. Pidieron a los participantes que cooperasen con ellos en la planificación y evaluación de un estudio en el que la mitad de los participantes tendrían una tarea fácil y agradable, a saber, mirar fotografías durante diez minutos, y los de la otra mitad una tarea difícil y tediosa, esto es, resolver problemas
matemáticos durante cuarenta y cinco minutos. Les explicaron que lo harían por parejas, pero que los experimentadores aún no habían decidido cómo asignar a quién qué tarea. Así pues, permitieron a cada participante escoger uno de dos métodos posibles para decidir quién realizaría la tarea agradable y quién la desagradable. Los participantes podían elegir la tarea fácil para sí mismos, o valerse de un generador de números aleatorios para decidir quién hacía qué. Siendo el egoísmo humano como es,
casi todos se quedaron la tarea fácil para sí mismos. Más adelante, para evaluar el experimento se les dio un cuestionario anónimo que discretamente incluía una pregunta sobre si creían que su decisión había sido justa. Y es entonces cuando se materializa la hipocresía humana: la respuesta de la mayoría fue que sí. A continuación, los experimentadores describieron la opción egoísta a otro grupo de participantes a quienes preguntaron hasta qué punto había sido justo el individuo egoísta. Como es lógico, no pensaban que hubiera sido justo en absoluto. La diferencia entre el modo en que las personas juzgan la conducta de otras personas y el modo en que juzgan la conducta propia es un ejemplo clásico de sesgo en beneficio propio.
Pero ahora viene la pregunta clave. Los participantes que eligieron en beneficio propio, ¿realmente, en el fondo de su ser, creían estar actuando de manera justa? ¿O simplemente dijo eso el portavoz amable del cerebro mientras el comprobador inconsciente de la realidad registraba la verdad? Para averiguarlo, los psicólogos «inmovilizaron» la mente consciente obligando a un grupo de participantes a retener en la memoria siete dígitos mientras evaluaban el experimento, incluida la opinión de si ellos (o los demás) habían actuado de forma justa. Con la mente consciente distraída, surgió la terrible verdad: los participantes se juzgaban a sí mismos con la misma dureza que a las otras personas. Esto confirma la teoría de Trivers de que la verdad estaba allí desde el principio.
Me alegró el resultado, no sólo porque la teoría del autoengaño es tan elegante que merece ser cierta, sino también porque ofrece un rayo de esperanza a la humanidad. Aunque reconocer una verdad comprometedora sobre uno mismo se cuenta entre las experiencias más dolorosas —Freud planteaba un arsenal de mecanismos de defensa para aplazar ese espantoso día, como la negación, la represión, la proyección o la formación de reacciones—, cuando menos en principio es posible. Quizá las personas necesitemos tiempo, hacer el ridículo, discutir o que nos distraigan, pero poseemos los medios para reconocer que no siempre tenemos razón. Con todo, no debemos engañarnos a nosotros mismos acerca del autoengaño.
Al margen de situaciones excepcionales como las citadas, la tendencia dominante es que las personas se equivocan al juzgar las acciones dañinas que realizan o experimentan.
En cuanto somos conscientes de esta fatídica singularidad de nuestra psicología, la vida social empieza a parecer diferente, lo mismo que la historia y los sucesos más habituales. No es sólo que haya dos bandos en cada disputa, es que cada uno cree sinceramente su versión del relato, a saber, que es una víctima inocente y sufrida y que el otro es un sádico traicionero y malévolo.
Y cada bando ha creado un relato histórico y una base de datos que coincide con su sincera creencia[1372]. Por ejemplo:
- Las Cruzadas se definen como una explosión de idealismo religioso manchada por algunos excesos pero que legó al mundo los frutos del intercambio cultural. Las Cruzadas fueron una serie de feroces pogromos contra comunidades judías que forman parte de una larga historia de antisemitismo europeo. Las Cruzadas fueron una cruel invasión de tierras musulmanas y el inicio de una larga historia de humillación del islam por la cristiandad.
- La Guerra Civil americana fue necesaria para acabar con la diabólica institución de la esclavitud y preservar un país concebido en libertad e igualdad. La Guerra Civil americana fue la toma del poder por una tiranía centralizada cuya finalidad era destruir el estilo de vida del sur tradicional.
- La ocupación soviética de Europa oriental fue una acción imperial fatídica que corrió un telón de acero en el continente. El Pacto de Varsovia era una alianza defensiva para proteger a la Unión Soviética y a sus aliados contra una posible repetición de las horrorosas pérdidas sufridas a causa de dos invasiones alemanas. La Guerra de los Seis Días fue una lucha por la supervivencia nacional.
- Comenzó cuando Egipto expulsó a las tropas de la ONU encargadas de mantener la paz y bloqueó el estrecho de Tirán, primer paso de su plan para arrojar a los judíos al mar, y terminó cuando Israel reunificó una ciudad dividida y aseguró sus fronteras defendibles. La Guerra de los Seis Días fue una campaña de agresión y conquista; empezó cuando Israel invadió a sus vecinos y concluyó cuando les expropió las tierras e instauró un régimen de apartheid.
Los adversarios se dividen no sólo según sus competitivos portavoces sino también según los calendarios con los que miden la historia y la importancia que dan a los recuerdos. Las víctimas de un conflicto son historiadores aplicados que fomentan la memoria. Los perpetradores son pragmáticos, están firmemente arraigados en el presente. Por lo general, tendemos a considerar que la memoria
histórica es algo bueno, pero cuando los sucesos recordados son heridas persistentes que exigen una reparación, puede tratarse de un llamamiento a la violencia. Las consignas del tipo «¡Recordad El Alamo!», «¡Recordad el Maine!», «¡Recordad el Lusitania!», «¡Recordad Pearl Harbor!» o «¡Recordad el 11-S!» no eran consejos para revisar la historia sino gritos de guerra para empujar a los americanos a implicarse en acciones bélicas. Suele decirse que los Balcanes es una región aquejada
de demasiada historia por kilómetro cuadrado. Los serbios, que en la década de 1990 llevaron a cabo limpiezas étnicas en Croacia, Bosnia y Kosovo, se cuentan también entre los pueblos del mundo más agraviados[1373]. Los recuerdos de los desmanes causados por el estado títere nazi en Croacia, el imperio austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial e incluso los turcos otomanos en la batalla de Kosovo de 1389 los enardecían. En el aniversario de los seiscientos años de esta batalla, el presidente
Slobodan Milosevic pronunció un belicoso discurso que presagiaba las guerras balcánicas de la década de 1990.
A finales de la década de 1970, el recién elegido gobierno separatista de Quebec redescubrió las emociones del nacionalismo del siglo XIX, y, entre otras parafernalias patrióticas, sustituyó el lema de las matrículas de los coches: «La Belle Province» (La bella región), por: «Je Me Souviens» (Me acuerdo). Nunca quedó claro qué se recordaba, pero la mayoría de las personas lo interpretaron como un lema que evocaba con nostalgia la Nueva Francia, que había sido derrotada por los británicos
en la Guerra de los Siete Años de 1763. Todos estos recuerdos pusieron un poco nerviosos a los quebequeses anglófonos y provocaron el éxodo de mi generación a Toronto. Por suerte, el pacifismo europeo de finales del siglo XX se impuso al nacionalismo galo del siglo XIX, y en la actualidad Quebec es una parte del mundo extraordinariamente pacífica y cosmopolita.
El equivalente de demasiados recuerdos por parte de las víctimas es demasiados pocos recuerdos por parte de los perpetradores.
En una visita a Japón en 1992, compré una guía turística que incluía una práctica cronología de la historia del país.
Había una entrada para el período de la democracia Taishó, desde 1912 a 1926, y luego otra para la Feria Mundial de Osaka de 1970. Supongo que entre 1926 y 1970 no pasó nada importante en Japón.
Es desconcertante darse cuenta de que todos los bandos de un conflicto, desde compañeros de habitación riñendo por un trabajo de fin de trimestre a países librando guerras mundiales, están convencidos de que les ampara la razón y pueden avalar sus convicciones acudiendo al registro histórico. Este registro puede incluir algunas trolas, pero acaso también esté sesgado por la omisión de algunos hechos que consideramos importantes y la sacralización de otros que son historia pasada. Resulta desconcertante porque da a entender que, en un desacuerdo dado, puede que el otro tenga razón, que nosotros quizá no seamos tan puros como pensábamos, que los dos bandos lleguen a las manos convencidos cada uno de estar en lo cierto, y que nadie reconsidere nada porque el autoengaño de todos resulta invisible.
Por ejemplo, actualmente pocos americanos cuestionarían a posteriori la participación de la «generación más grande» en el arquetipo de una guerra justa, la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, es perturbador volver a leer el histórico discurso de Franklin Roosevelt tras el ataque japonés de 1941 sobre Pearl Harbor y ver que es un ejemplo clásico del relato de una víctima. Aparecen todas las categorías cifradas en el experimento de Baumeister: la fetichización del recuerdo («una fecha que vivirá en la infamia»), la inocencia de la víctima («Estados Unidos estaba en paz
con ese país»), el sinsentido y la maldad de la agresión («este ataque ruin y no provocado»), la magnitud del daño («el ataque de ayer en las islas Hawái ha causado un grave daño a las fuerzas militares y navales americanas. Se han perdido muchas vidas»), y lo justificado de la represalia («con su fuerza moral, el pueblo americano vencerá»). Los historiadores actuales señalan que cada una de estas rotundas afirmaciones era, en el mejor de los casos, una verdad a medias. Estados Unidos
había impuesto a Japón un embargo hostil de petróleo y maquinaria, había previsto posibles ataques, sufrió pérdidas militares relativamente insignificantes, al final sacrificó cien mil vidas americanas en respuesta a las dos mil quinientas perdidas en el ataque, recluyó a americanos de origen japonés inocentes en campos de concentración, y logró la victoria mediante bombardeos incendiarios y nucleares contra civiles japoneses que hay que contar entre los más graves crímenes de guerra de la historia[1374].
Incluso en cuestiones en las que ningún tercero razonable alberga dudas sobre quién tiene razón y quién no, hemos de estar preparados, al ponernos las gafas psicológicas, para ver que los malhechores siempre creen estar actuando de manera moral. Las gafas suscitan momentos dolorosos[1375]. Miremos simplemente en la pantalla nuestra presión sanguínea al leer la frase «Intenta verlo desde el punto de vista de Hitler» (o de Osama bin Laden, o de Kim Jong-il). Pero Hitler, como todos los seres sensibles, tenía un punto de vista, muy moralizador al decir de los historiadores. Hitler había tenido la experiencia de la súbita e inesperada derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial y había llegado a la conclusión de que sólo la traición de un enemigo interno podía explicarla. Además, se sentía humillado por el criminal bloqueo alimentario de la posguerra y las vengativas reparaciones. Vivió el caos económico y la violencia callejera de la década de 1920. Y, por si fuera poco, era un idealista: según su visión moral, los sacrificios heroicos traerían una utopía de mil años[1376].
En la escala más pequeña de la violencia interpersonal, los asesinos en serie más crueles minimizan e incluso justifican sus crímenes de maneras que resultarían cómicas si las acciones no fueran tan espantosas. En 1994, la policía citó las palabras de un «asesino relámpago»: «Aparte de los dos a los que matamos, los dos a los que herimos, la mujer a la que pegamos en la cara con la pistola y las bombillas que metimos en la boca a la gente, la verdad es que no hicimos daño a nadie»[1377]. Un
asesino violador en serie entrevistado por la socióloga Diana Scully afirmaba ser «amable y delicado» con las mujeres que capturaba a punta de pistola, y que a ellas les gustaba la experiencia de ser violadas. Como prueba adicional de esa amabilidad, señalaba que cuando apuñalaba a sus víctimas «la muerte era siempre rápida, así ellas no sabían que llegaba»[1378]. John Wayne Gacy, que raptó, violó y asesinó a treinta y tres chicos, dijo: «Me veo más como víctima que como perpetrador»; y añadió sin ironía: «Me quitaron la infancia con engaños». Su victimización prosiguió hasta la edad adulta, cuando los medios intentaron inexplicablemente convertirlo en un «gilipollas y una cabeza de turco»[1379].
Los autores de delitos menores racionalizan los hechos con igual facilidad.
Cualquiera que haya trabajado con presos sabe que las penitenciarías actuales están llenas de hombres que son víctimas inocentes según su historial —no sólo los incriminados por un trabajo policial chapucero, sino también aquellos cuya violencia era una forma de justicia de autoayuda—. Recordemos la teoría de Donald Black sobre el crimen como control social (capítulo 3), que intenta explicar por qué la mayoría de delitos violentos no procuran a quien los perpetra ningún beneficio
tangible[1380]. El infractor realmente se siente provocado por una afrenta o traición; la represalia que nosotros consideramos excesiva —golpear a una esposa de lengua afilada en una discusión, matar a un desconocido jactancioso en un aparcamiento— es, desde su punto de vista, una respuesta natural a una ofensa con la consiguiente administración de una justicia rudimentaria.
La desazón con que leemos estas racionalizaciones nos dice algo sobre el mero acto de ponernos «gafas psicológicas». Baumeister señala que, al intentar comprender la acción de causar daño, la perspectiva del científico o del experto se solapa con la del perpetrador del crimen[1381]. Ambos adoptan una postura imparcial, amoral, hacia el acto dañino. Ambos contextualizan los hechos ocurridos con una mirada atenta a lo complejo de la situación y a cómo ésta contribuyó a que se cometiese el daño. Y ambos creen que, en última instancia, el daño es explicable. En cambio, el punto de vista del moralista es el de la víctima. El daño se enfoca con reverencia y sobrecogimiento. Sigue suscitando ira y tristeza mucho después de haberse producido. Y pese a toda esta endeble racionalización que nosotros los mortales llevamos a cabo, sigue siendo un misterio cósmico, una manifestación de la irreducible e inexplicable existencia del mal en el universo. Para muchos cronistas del Holocausto es inmoral incluso tratar de explicarlo[1382].
Baumeister, con las gafas psicológicas todavía puestas, llama a este mito el «mal puro». La mentalidad que adoptamos cuando nos ponemos gafas morales es la de la víctima. El mal consiste en causar daño gratuito e intencionado por mero gusto, realizado por un villano malévolo hasta la médula, infligido sobre una víctima buena e inocente. La razón de que esto sea un mito (al verlo con gafas psicológicas) es que, de hecho, el mal es perpetrado por personas que son generalmente corrientes y que reaccionan ante sus circunstancias —incluyendo provocaciones de la víctima— de
formas que para ellas son justas y razonables.
El mito del mal puro da lugar a un arquetipo común en las religiones, las películas de miedo, la literatura infantil, las mitologías nacionalistas y la cobertura informativa sensacionalista. En muchas religiones, el mal está personificado en el Demonio — Hades, Satán, Belcebú, Lucifer, Mefistófeles— o en la antítesis de un dios benevolente en una lucha maniquea bilateral. En la ficción popular, el mal toma la forma del descuartizador, el asesino en serie, el coco, el ogro, el joker, el malo de las
películas de James Bond, o, según la época cinematográfica, el oficial nazi, el espía soviético, el gánster italiano, el terrorista árabe, el depredador de zonas urbanas deprimidas, el narco mexicano, el emperador galáctico o el ejecutivo de una multinacional. Al malhechor quizá le guste el dinero y el poder, pero estos motivos son vagos e imprecisos; lo que de veras ansia es provocar caos y hacer sufrir a víctimas inocentes. El malhechor es un adversario —el enemigo del bien— y a menudo es extranjero. Los malos de Hollywood, aunque sean apátridas, siempre hablan con un acento extranjero genérico.
El mito del mal puro dificulta nuestra comprensión del mal verdadero. Como la óptica del científico se parece a la del perpetrador, mientras que la del moralizador se parece a la de la víctima, seguramente dará la impresión de que el científico «pone excusas», «culpa a la víctima» o intenta reivindicar la doctrina amoral de que «entenderlo todo es perdonarlo todo». (Recordemos la respuesta de Lewis Richardson de que condenar mucho es comprender poco). La acusación de relativizar el mal es especialmente probable cuando el motivo que el analista imputa al perpetrador parece venial, como los celos, el estatus social o la represalia, y no terrible, como la persistencia de sufrimiento en el mundo o la perpetuación de la opresión por razones de raza, clase o género. También es probable cuando el analista atribuye el motivo a todos los seres humanos y no sólo a unos cuantos psicópatas o a los agentes de un sistema político maligno (de ahí la popularidad de la doctrina del buen salvaje). La erudita Hannah Arendt, en sus escritos sobre el juicio a Adolf Eichmann como organizador de la logística del Holocausto, acuñó la expresión «la banalidad del mal» para captar lo que para ella era lo ordinario del hombre y lo ordinario de sus motivos[1383]. Tanto si acertaba como si no con respecto a Eichmann (y los historiadores han demostrado que éste tenía de antisemita ideológico más de lo que Arendt admitía), Hannah Arendt fue clarividente a la hora de deconstruir el mito del mal puro[1384]. Como veremos, cuatro décadas de investigaciones en el campo de la psicología social —algunas inspiradas por la propia Arendt— han puesto de relieve la banalidad de la mayoría de los motivos que se traducen en consecuencias dañinas[1385].
En el resto del capítulo, se exponen los sistemas cerebrales y los motivos que nos predisponen a la violencia, mientras se intenta identificar los inputs que los hacen aumentar o disminuir para, de ese modo, aportar conocimientos sobre el declive histórico de la violencia. La impresión de adoptar la perspectiva del perpetrador es sólo uno de los peligros que acarrea este esfuerzo. Otro es la suposición de que la naturaleza organizó el cerebro en sistemas que para nosotros son moralmente
significativos, como los que conducen al mal y los que conducen al bien. Como veremos, algunas de las líneas divisorias entre los demonios interiores de este capítulo y los ángeles del próximo vienen determinadas tanto por la conveniencia expositiva como por la realidad neurobiológica, pues algunos sistemas cerebrales pueden dar origen tanto a lo mejor como a lo peor de la conducta humana.
Órganos de la violencia
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Uno de los síntomas del mito del mal puro es identificar la violencia como un impulso animal, lo que advertimos en palabras como «bestial», «brutal», «inhumano» o «salvaje» y en representaciones del demonio con cuernos y rabo. No obstante, aunque la violencia es desde luego común en el reino animal, considerar que surge de un solo impulso equivale a ver el mundo con los ojos de la víctima. Pensemos en todas las cosas destructivas que los miembros de nuestra especie hacen a las hormigas. Nos las comemos, las envenenamos, las pisamos sin querer o las aplastamos adrede. Cada categoría de «formicidio» se debe a un motivo totalmente distinto. Pero si fuéramos hormigas, quizá no nos importarían demasiado estas distinciones sutiles. Somos seres humanos, por lo que tendemos a creer que las cosas terribles que unos humanos hacen a otros provienen de un único motivo animal. Sin
embargo, los biólogos llevan tiempo señalando que el cerebro de los mamíferos tiene circuitos diferenciados que subyacen a muy diferentes clases de agresión.
En el reino animal, la forma más evidente de agresión es la depredación.
Cazadores como los halcones, las águilas, los lobos, los leones, los tigres o los osos adornan camisetas de deportistas y escudos de armas de naciones, y muchos escritores, como William James, han culpado de la violencia humana a nuestro «carnívoro interior». De todos modos, hablando en términos biológicos, la depredación para obtener comida difiere muchísimo de la agresión contra rivales y amenazas. Las personas que tienen gato son muy conscientes de la diferencia.
Cuando su animal de compañía se fija en un escarabajo del suelo, está agachado, en silencio, atento. Pero cuando un gato callejero se encuentra con otro, se queda erguido, con el pelo erizado, bufando y maullando. Vimos que los neurocientíficos implantaban un electrodo en el circuito de la furia de un gato, apretaban un botón, y situaban al animal en la modalidad de ataque. Si el electrodo se implanta en otro circuito, quizá provoquen la modalidad de caza o bien observen con asombro cómo el gato acecha silenciosamente a un ratón ilusorio[1386].
Como muchos sistemas cerebrales, los circuitos que controlan la agresividad están organizados con arreglo a una jerarquía. Ciertas subrutinas que controlan los músculos en acciones básicas se encuentran en el rombencéfalo, que está situado en lo alto de la médula espinal. Pero los estados emocionales que activan determinadas subrutinas, como el circuito de la furia, están distribuidos en niveles superiores del mesencéfalo y el prosencéfalo. En los gatos, por ejemplo, la estimulación del
rombencéfalo activa lo que los neurocientíficos denominan «furia falsa». El gato bufa, tiene los pelos erizados y enseña los colmillos, pero es posible acariciarlo sin peligro de que ataque. En cambio, si se estimula el circuito de la furia en niveles superiores, el estado emocional resultante no es falso: el gato se vuelve loco y arremete contra la cabeza del experimentador[1387]. La evolución saca partido de esta modularidad. Diferentes mamíferos usan distintas partes del cuerpo como armas ofensivas: las mandíbulas, los colmillos, los cuernos y, en el caso de los primates, las manos. Los circuitos del rombencéfalo que manejan esos elementos periféricos se pueden reprogramar o intercambiar a medida que el linaje evoluciona, pero los programas centrales que controlan sus estados emocionales están extraordinariamente bien conservados[1388]. Aquí se incluye el linaje que conduce a los seres humanos, tal como descubrieron los neurocirujanos que observaron un equivalente del circuito de
la furia en el cerebro de sus pacientes.
Fig. 8.1 |
[Figura 8.1. Cerebro de la rata, con las principales estructuras implicadas en la agresividad.
Fuente: Imagen del Alien Mouse Brain Atlas, .]
En la figura 8.1 vemos un modelo de cerebro de rata generado por ordenador, orientado a la izquierda. Una rata es un pequeño animal que depende de su sentido del olfato, por lo que tiene unos bulbos olfatorios enormes que en el modelo han sido eliminados del lado izquierdo para dejar sitio al resto del cerebro. Como todos los cuadrúpedos, la rata es una criatura horizontal, y así los niveles considerados «superior» e «inferior» del sistema nervioso están, en realidad, dispuestos de delante hacia atrás, con la cavilación de alto nivel —la que sea— situada en la parte delantera (izquierda) del modelo y el control del cuerpo en la parte trasera (derecha) siguiendo luego por la médula espinal, que se extendería por el extremo derecho de la imagen si pudiera verse.
El circuito de la furia es una vía que conecta tres estructuras importantes de las partes inferiores del cerebro[1389]. En el mesencéfalo hay una envoltura denominada «sustancia gris periacueductal» —«gris» porque consta de sustancia gris (una maraña de neuronas, sin las vainas de mielina que aíslan las fibras de output), «periacueductal» porque rodea el acueducto, un canal lleno de líquido que recorre todo el sistema nervioso central, desde la médula espinal hasta las grandes cavidades del cerebro. La sustancia gris periacueductal contiene circuitos que controlan los componentes sensomotores de la furia. Éstos reciben inputs de partes del cerebro que registran dolor, equilibrio, hambre, presión sanguínea, ritmo cardíaco, temperatura y audición (en especial los chillidos de una rata compañera), los cuales pueden hacer que un animal esté irritado, frustrado o furioso. Sus outputs alimentan los programas motores que impulsan a la rata a embestir, patear y morder[1390]. Uno de los descubrimientos más viejos de la biología de la violencia es la conexión entre el dolor o la frustración y la agresividad. Cuando un animal sufre una descarga, o ve interrumpido su acceso a la comida, ataca al animal más cercano o muerde un objeto inanimado si no tiene al alcance ningún objetivo vivo[1391].
La sustancia gris periacueductal está en parte bajo el control del hipotálamo, un conjunto de núcleos que regulan el estado emocional, motivacional y fisiológico del animal, donde incluimos el hambre, la sed y los apetitos de la carne. El hipotálamo verifica la temperatura, la presión y la química del torrente sanguíneo; está situado encima de la hipófisis, la cual bombea a la sangre hormonas que regulan, entre otras cosas, la liberación de adrenalina de las glándulas suprarrenales y la de testosterona y estrógeno de las gónadas. Dos de sus núcleos, el medial y el ventrolateral, son partes
integrantes del circuito de la furia. «Ventral» alude al lado del vientre del animal, opuesto al lado «dorsal» o de la espalda. Se aplicaron los viejos términos al cerebro humano cuando éste desarrolló su posición perpendicular encima de un cuerpo vertical, por lo que la parte «ventral» del cerebro humano apunta a los pies y la «dorsal» al cuero cabelludo.
Para modular el hipotálamo está la amígdala, palabra latina que significa «almendra», por la forma que tiene en el cerebro humano.
La amígdala es un órgano pequeño, con múltiples partes, que está conectado con sistemas cerebrales relacionados con la memoria y la motivación, y que aplica el coloreado emocional a nuestros pensamientos y recuerdos, en especial el miedo.
Cuando se ha adiestrado a un animal para que espere una descarga tras un tono, la amígdala ayuda a almacenar las conexiones que dan al tono su aura de ansiedad y terror. La amígdala también se enciende ante la presencia de un depredador peligroso o la demostración amenazadora de un miembro de la misma especie. En el caso de los seres humanos, por ejemplo, la amígdala reacciona ante un rostro enojado.
Y en lo alto de todo el circuito de la furia está la corteza cerebral —la fina capa de sustancia gris en la superficie externa de los hemisferios cerebrales, donde se llevan a cabo los cálculos que subyacen a la percepción, el pensamiento, la planificación y la toma de decisiones—. Cada hemisferio cerebral se divide en lóbulos, y el de la parte delantera —el lóbulo frontal (en realidad «lóbulos», uno para cada hemisferio)— evalúa decisiones que guardan relación con el modo de comportarse. Una de las áreas
principales de los lóbulos frontales está encima de las cuencas oculares del cráneo, también llamadas órbitas, de ahí corteza orbitofrontal, u orbital para abreviar[1392]. La corteza orbital está densamente conectada con la amígdala y otros circuitos emocionales y ayuda a integrar emociones y recuerdos en decisiones sobre qué hacer a continuación. Cuando el animal modula su disposición a atacar en respuesta a las circunstancias, incluyendo su estado emocional y cualquier lección que haya aprendido del pasado, la responsable es esta parte del cerebro que hay tras los globos oculares. Por cierto, aunque he descrito el control de la furia como una cadena de mando de arriba abajo —de la corteza orbital a la amígdala, de la amígdala al hipotálamo, del hipotálamo a la sustancia gris periacueductal, y de ahí a los programas motores—, las conexiones van en ambas direcciones; es decir, hay feedback e interacciones considerables entre esos componentes y con otras partes del cerebro.
Como he mencionado, la depredación y la furia se interpretan de manera muy distinta en el repertorio conductual de un mamífero carnívoro, y se pueden provocar mediante estimulación eléctrica de diferentes partes del cerebro. La depredación implica un circuito integrante de lo que Panksepp denomina «sistema de búsqueda»[1393]. Una parte importante del sistema de búsqueda sale de una zona del mesencéfalo (que no aparece en la figura 8.1), cruza un haz de fibras en el centro del cerebro (el haz prosencefálico medial) y llega al hipotálamo lateral, desde donde sube al estriado ventral, un elemento importante del denominado «cerebro de los reptiles».
El estriado se compone de muchos tractos paralelos (lo que le da el aspecto estriado), y está enterrado a gran profundidad en los hemisferios cerebrales y densamente conectado con los lóbulos frontales.
Se descubrió el sistema de búsqueda cuando los psicólogos James Olds y Peter Milner implantaron un electrodo en el centro del cerebro de una rata, lo conectaron a una palanca de una caja de Skinner y observaron que el animal movía la palanca para estimular su cerebro hasta acabar exhausto[1394]. Al principio creyeron haber descubierto el centro del placer del cerebro, pero actualmente los neurocientíficos opinan que el sistema subyace al ansia o a la necesidad más que al placer real. (Lo
más importante que llegamos a saber en la edad adulta —que hemos de ir con cuidado con lo que queremos porque cuando lo tengamos igual no nos gusta— tiene una base en la anatomía del cerebro). El sistema de búsqueda se mantiene unido gracias no sólo al cableado sino también a la química. Sus neuronas se mandan señales unas a otras con un neurotransmisor llamado dopamina.
Las drogas que aumentan el nivel de dopamina, como la cocaína y las anfetaminas, estimulan al animal, mientras que las drogas que lo disminuyen, como los fármacos antipsicóticos, dejan al animal apático. (El estriado ventral también contiene circuitos que responden a una familia distinta de transmisores, las endorfinas u opiáceos endógenos. Estos circuitos están más estrechamente relacionados con disfrutar de una recompensa en cuanto llega que con ansiarla de antemano).
El sistema de búsqueda identifica objetivos que el animal va a perseguir, como una palanca que puede mover para obtener comida. En entornos más naturales, impulsa a un animal carnívoro a cazar. El animal acecha a la presa en lo que imaginamos un estado de anticipación agradable. Si tiene éxito, mata a la presa mediante un mordisco tranquilo, algo totalmente distinto del brusco ataque de furia.
Los animales pueden atacar con espíritu tanto ofensivo como defensivo[1395]. El desencadenante más simple de un ataque ofensivo es el dolor o la frustración repentinos; esta última es emitida como señal desde el sistema de búsqueda. Podemos ver el reflejo en algunas de las respuestas primitivas de un ser humano. Los bebés reaccionan con furia cuando de pronto tienen los brazos sujetos a los lados, y los adultos pueden ponerse a soltar tacos o romper cosas tras darse un martillazo en un dedo o recibir la sorpresa de no tener lo que esperaban (como pasa en la técnica de reparación de ordenadores llamada «mantenimiento de percusión»). Los ataques defensivos, que en la rata consisten en arremeter contra la cabeza de un adversario más que en patear y morder su costado, son provocados por otro sistema cerebral, el que subyace al miedo. El sistema del miedo, como el de la furia, consta de un circuito que va desde la sustancia gris periacueductal hasta la amígdala pasando por el hipotálamo. Los circuitos del miedo y la furia son distintos, conectan diferentes núcleos de cada uno de esos órganos, pero su proximidad física explica la facilidad con la que interaccionan[1396]. El miedo leve puede desencadenar parálisis o huida, pero el miedo extremo, combinado con otros estímulos, puede provocar un ataque defensivo enfurecido. En los seres humanos, una huida hacia delante o alborotarse acaso conlleve una transferencia similar del sistema del miedo al de la furia.
Panksepp identifica en el cerebro de los mamíferos un cuarto sistema motivacional que puede desencadenar violencia: lo denomina «sistema de dominación o agresión entre machos»[1397]. Como los sistemas del miedo o la furia, va desde la sustancia gris periacueductal hasta la amígdala pasando por el hipotálamo, conectando a lo largo del camino otro trío de núcleos. Cada uno de esos núcleos tiene receptores para la testosterona. Como señala Panksepp: «Prácticamente en todos los mamíferos, la sexualidad masculina requiere una actitud firme y enérgica, de modo que dicha sexualidad y la agresividad suelen ir de la mano. De hecho, estas tendencias están entrelazadas en todo el neuroeje, y nuestros limitados conocimientos nos permiten decir que los circuitos para este tipo de agresión están
ubicados cerca de los de la furia y el miedo, con los que probablemente interaccionan con fuerza»[1398]. Para explicar la anatomía en términos psicológicos, el sistema de búsqueda empuja a un macho, por voluntad propia, incluso con impaciencia, a un desafío agresivo con otro macho, pero cuando el combate ha dado comienzo y uno de ellos está en peligro de ser derrotado o de morir, la lucha puede dar paso a la furia ciega. Panksepp señala que, aunque interaccionan entre sí, los dos tipos de agresión son neurobiológicamente distintos. Si resultan dañadas ciertas partes del estriado o
del hipotálamo medial, es más probable que el animal ataque a una presa o a un experimentador despistado, pero es menos probable que ataque a otro macho. Y como veremos, dar a un animal (o a un hombre) testosterona no lo vuelve en general más irritable. Al contrario, hace que se sienta de maravilla mientras lo predispone a la pelea si se encuentra con un macho rival[1399].
Fig. 8.2 |
[Figura 8.2. Cerebro humano, con las principales estructuras subcorticales implicadas en la agresividad.
Fuente: Ilustración Cerebral 3D de AXS Biomedical Animation Studio, creada por Dolan DNA Learnlng Center.]
Al observar el cerebro humano, sabemos que estamos frente a un mamífero fuera de lo común. La figura 8.2, con su corteza transparente, muestra que todas las partes del cerebro de la rata han sido transferidas al del ser humano, incluidos los órganos que albergan los circuitos de la furia, el miedo y la dominación: la amígdala, el hipotálamo y la sustancia gris periacueductal (que se halla dentro del mesencéfalo, revistiendo el conducto cefalorraquídeo que lo atraviesa). También es importante el
estriado alimentado con dopamina, cuya área central ayuda a fijar objetivos que el conjunto del cerebro debe buscar.
Fig. 8.3 |
Sin embargo, mientras estas estructuras ocupan una proporción grande en la rata, en los seres humanos están envueltas por un cerebro abotagado. Como revela la figura 8.3, la enorme corteza cerebral ha acabado como un papel arrugado para poderse encajar en el cráneo. Una gran parte del cerebro corresponde a los lóbulos frontales, que en esta imagen abarcan unas tres cuartas partes del volumen total. La neuroanatomía sugiere que, en el Homo sapiens, los impulsos primitivos de furia,
miedo y ansia deben competir con las limitaciones cerebrales de prudencia, moralización y autocontrol —aunque, como en todos los intentos de domar lo salvaje, no siempre está claro quién cuenta con ventaja.
En los lóbulos frontales, vemos enseguida de dónde sacó el nombre la corteza orbital: se trata de una gran abolladura esférica que aloja las cuencas óseas de los ojos. La implicación de la corteza orbital en la regulación de las emociones es algo sabido desde 1848, cuando un trabajador del ferrocarril, llamado Phineas Gage, introdujo dinamita en un agujero de la roca, que tapó con arena ayudado de una barra de metal, tras lo cual se produjo una explosión y la barra le atravesó el pómulo y le salió por la parte superior del cráneo[1400]. En el siglo XX, una reconstrucción por ordenador basada en los agujeros del cráneo dio a entender que el objeto metálico le había destrozado la corteza orbital izquierda, además de la corteza ventromedial de la pared interior del cerebro. (Es visible en la imagen medial de la figura 8.4.) Las cortezas orbital y ventromedial son continuas, envuelven el extremo inferior del lóbulo frontal, y los neurocientíficos usan indistintamente un término u otro para referirse a la combinación de ambas.
Fig. 8.4 |
[Figura 8.4. Cerebro humano, visión medial.
Fuente: Ilustración Cerebral 3D de AXS Biomedical Animation Studio, creada por Dolan DNA Learning Center.]
Aunque Phineas Gage tenía los sentidos, los recuerdos y el movimiento intactos, pronto quedó claro que las partes dañadas de su cerebro debían dedicarse a algo importante. He aquí cómo describió su médico el cambio experimentado por Gage:
El equilibrio —por decirlo de alguna manera— entre sus facultades intelectuales y sus propensiones
animales parece haberse destruido. Es irregular en su actividad, irreverente, a veces indulgente con las blasfemias más soeces (algo que no tenía antes por costumbre), trata sin deferencia a sus compañeros, se muestra impaciente ante las restricciones o los consejos cuando entran en conflicto con sus deseos, en ocasiones es pertinazmente obstinado, aunque caprichoso y vacilante; concibe muchos planes para el futuro, que, una vez elaborados, abandona para dar paso a otros que parecen más factibles. Tiene la capacidad y las manifestaciones intelectuales de un niño, pero las pasiones animales de un hombre fuerte.
Antes del accidente, aunque falto de preparación académica, poseía una mente equilibrada, y quienes lo conocían lo consideraban un tipo listo y astuto, muy activo y persistente a la hora de poner en marcha sus planes. En este aspecto, su mente cambió de forma radical y tan marcada, que sus amigos y conocidos decían que «ya no es Gage»[1401].
Aunque con el tiempo Gage recuperó buena parte de su estabilidad, y la historia ha sido adornada e incluso tergiversada a lo largo de generaciones al contarla una y otra vez a los estudiantes de introducción a la psicología, nuestros conocimientos actuales sobre la función de la corteza orbital concuerdan, a grandes rasgos, con la descripción que dio de él su médico.
La corteza orbital tiene muchas conexiones con la amígdala, el hipotálamo y otras partes del cerebro implicadas en la emoción[1402]. Está llena de neuronas que utilizan dopamina como neurotransmisor y que se conectan con el sistema de búsqueda del estriado. La corteza orbital es contigua a una isla de la corteza denominada ínsula, cuya parte delantera apenas asoma desde debajo de la cisura silviana de la figura 8.3; el resto de la ínsula se extiende hacia atrás por debajo de esa cisura, oculta por los faldones colgantes de los lóbulos frontales y temporales. La ínsula registra nuestras reacciones viscerales, entre ellas la sensación de un estómago hinchado y otros estados internos como la náusea, el afecto, la vejiga llena o los latidos fuertes. El cerebro toma en sentido literal metáforas como «me hierve la sangre» o «su comportamiento me asquea». El neurocientífico cognitivo Jonathan Cohén y su equipo observaron que cuando una persona sentía que otra estaba siendo injusta con ella al dividir las ganancias entre ambas, la ínsula se encendía. Cuando se cree que la asignación tacaña procede de un ordenador, o sea, que no hay nadie contra quien ponerse furioso, la ínsula permanece a oscuras[1403].
La corteza orbital, que descansa sobre los globos oculares (figura 8.3), y la corteza ventromedial, que mira hacia dentro (figura 8.4), son, como se ha mencionado, contiguas, y no resulta fácil distinguir lo que hacen, razón por la cual los científicos suelen agruparlas. La corteza orbital parece más dedicada a establecer si una experiencia es agradable o desagradable (acorde con su posición junto a la ínsula,
cuyo input procede de las vísceras), mientras la corteza ventromedial está más dedicada a determinar si estamos consiguiendo lo que queremos y evitando lo que no queremos (acorde con su posición a lo largo del plano de simetría bilateral del cerebro, donde se extiende el circuito de búsqueda)[1404]. La distinción puede transferirse a una diferencia en el ámbito moral entre la reacción emocional ante el
daño y el juicio y la reflexión sobre el mismo. De todos modos, la línea divisoria es borrosa, y seguiré utilizando «orbital» para hacer referencia a ambas partes del cerebro.
Los inputs a la corteza orbital —reacciones instintivas, objetos de deseo e impulsos emocionales, junto a sensaciones y recuerdos de otras partes de la corteza— le permiten funcionar como un regulador de la vida emocional. Ciertas sensaciones viscerales de cólera, afecto, miedo y asco se combinan con los objetivos de la persona, y ciertas señales moduladoras se computan y envían de vuelta a las estructuras emocionales de las que surgieron. También se mandan señales hacia arriba, a regiones de la corteza que llevan a cabo una deliberación serena y un control ejecutivo.
Este organigrama sugiere que la neuroanatomía concuerda bastante bien con lo que los psicólogos ven en el consultorio y el laboratorio. Teniendo en cuenta la diferencia entre el lenguaje florido de los informes médicos del siglo XIX y la jerga clínica del siglo XXI, las descripciones actuales de pacientes con lesiones en la corteza orbital podrían aplicarse a Phineas Gage:
«Desinhibido, socialmente inoportuno, susceptible de interpretar mal los estados de ánimo de los demás, impulsivo, indiferente a las consecuencias de sus actos, irresponsable en la vida cotidiana,
desconocedor de la gravedad de su afección, y propenso a iniciativas endebles»[1405].
Los psicólogos Angela Scarpa y Adrian Raine proponen una lista parecida, con un síntoma adicional que guarda relación con nuestro análisis:
«El afán de discutir, la indiferencia ante las consecuencias de la conducta, la pérdida de cortesía social, la impulsividad, la tendencia a la distracción, la superficialidad, la labilidad, la violencia»[1406].
El nombre añadido procede de los propios estudios de Raine, que, en vez de seleccionar pacientes con daño cerebral orbital y examinar luego su personalidad, seleccionaba individuos propensos a la violencia y examinaba su cerebro. Se centró en personas con trastorno de personalidad antisocial, definido por la Asociación Americana de Psiquiatría como «un patrón generalizado de indiferencia y violación de los derechos de los demás», donde incluimos la transgresión de la ley, el engaño, la agresividad, la temeridad y la falta de remordimiento. Los individuos con trastorno de personalidad antisocial componen una proporción elevada de los delincuentes violentos, y un subconjunto de ellos, los que poseen labia, narcisismo, grandilocuencia y un encanto superficial, reciben el nombre de psicópatas (o a veces sociópatas). Raine estudió el cerebro de individuos con trastorno de personalidad antisocial propensos a la violencia y observó que las regiones orbitales eran más pequeñas y metabólicamente menos activas que otras partes del cerebro emocional, entre ellas la amígdala[1407]. En un experimento, Raine comparó el cerebro de presos que habían cometido un asesinato impulsivo con el de otros que habían matado con premeditación. Sólo los asesinos impulsivos revelaban una disfunción en su corteza orbital, lo que indica que el autocontrol efectuado por esta parte del cerebro es un factor inhibitorio importante de la violencia.
No obstante, otra parte de su descripción también puede entrar en juego. A los monos con lesiones en la corteza orbital les cuesta encajar en jerarquías de dominación y suelen llegar más a las manos[1408]. No por casualidad, los seres humanos con lesiones orbitales son insensibles a las meteduras de pata sociales.
Cuando oyen una historia sobre una mujer que sin querer menospreció un regalo de un amigo o que por casualidad divulgó que el amigo había sido excluido de la lista de una fiesta, los pacientes no ven que nadie haya dicho o hecho nada malo, y no reparan en que el amigo quizá se haya sentido dolido[1409]. Raine observó que cuando se pedía a ciertos individuos con trastorno de personalidad antisocial que redactaran y pronunciarán un discurso sobre sus fallos —lo que para las personas corrientes es una dura y angustiosa prueba que va acompañada de turbación, vergüenza y culpa—, su
Cuando oyen una historia sobre una mujer que sin querer menospreció un regalo de un amigo o que por casualidad divulgó que el amigo había sido excluido de la lista de una fiesta, los pacientes no ven que nadie haya dicho o hecho nada malo, y no reparan en que el amigo quizá se haya sentido dolido[1409]. Raine observó que cuando se pedía a ciertos individuos con trastorno de personalidad antisocial que redactaran y pronunciarán un discurso sobre sus fallos —lo que para las personas corrientes es una dura y angustiosa prueba que va acompañada de turbación, vergüenza y culpa—, su
sistema nervioso se mostraba insensible[1410].
Así pues, la corteza orbital (con su vecina ventromedial) está involucrada en varias de las facultades pacificadoras de la mente humana, entre ellas el autocontrol, la compasión por los demás y la sensibilidad a las normas y convenciones. Pese a ello, la corteza orbital es una parte bastante primitiva del cerebro. Lo vimos en la humilde rata, en la que sus inputs proceden literal y metafóricamente de las tripas. Los moduladores más intelectuales y deliberativos de la violencia dependen de otras partes del cerebro.
Veamos el proceso de decidir si castigamos a alguien culpable de un daño. El sentido de la justicia nos dice que la culpabilidad del perpetrador depende no sólo del daño causado sino también de su estado mental: la mens rea (mente culpable) necesaria para que, en la mayoría de los sistemas legales, un acto sea considerado delictivo. Imaginemos que una mujer mata a su marido poniéndole raticida en el té.
Nuestra decisión sobre si mandarla a la silla eléctrica depende, en buena medida, de si el recipiente del que sacó la cucharilla estaba mal etiquetado y ponía AZÚCAR DOMINO o llevaba la etiqueta correcta de D-CON: MATARRATAS —es decir, de si ella sabía que estaba envenenándolo para matarlo o fue sólo un trágico accidente—.
Un reflejo emocional en bruto ante el actus reus (acción mala) («¡Mató a su esposo! ¡Qué barbaridad!») podría provocar ganas de castigar al margen de su intención. El papel crucial desempeñado por el estado mental del perpetrador en nuestra asignación de culpa es lo que posibilita la brecha de moralización. Las víctimas insisten en que el perpetrador quería causar daño a sabiendas y de forma deliberada, mientras que aquél insiste en que fue sin querer.
Un reflejo emocional en bruto ante el actus reus (acción mala) («¡Mató a su esposo! ¡Qué barbaridad!») podría provocar ganas de castigar al margen de su intención. El papel crucial desempeñado por el estado mental del perpetrador en nuestra asignación de culpa es lo que posibilita la brecha de moralización. Las víctimas insisten en que el perpetrador quería causar daño a sabiendas y de forma deliberada, mientras que aquél insiste en que fue sin querer.
Las psicólogas Liane Young y Rebecca Saxe pusieron en un escáner a una serie de personas a las que hicieron leer historias sobre daños intencionados y accidentales[1411]. Y observaron que la capacidad para exculpar a los malhechores en vista de su estado mental depende de la parte del cerebro donde se produce la unión entre los lóbulos temporales y parietales, que en la figura 8.3 aparece iluminada
(aunque en realidad lo que se encendió en el estudio fue el equivalente de esta región en el hemisferio derecho). La unión temporoparietal está en una encrucijada de muchas clases de información, entre ellas la percepción de la posición del propio cuerpo y la percepción de los cuerpos y las acciones de los demás. Saxe ya había demostrado antes que la región es necesaria para la facultad mental que ha sido denominada «mentalización», psicología intuitiva y teoría de la mente; a saber, la capacidad para entender las creencias y los deseos de otra persona[1412].
Existe otro tipo de deliberación moral que va más allá de las tripas: sopesar las consecuencias de diferentes líneas de actuación. Veamos la vieja historia de la filosofía moral. Una familia se esconde de los nazis en un sótano; ¿deben asfixiar al bebé para que no llore y delate su escondite, lo que ocasionaría la muerte de todos los miembros de la familia, bebé incluido?
¿Y qué hay de empujar a un hombre gordo a la vía de un tren fuera de control para detenerlo antes de que atropelle a cinco trabajadores junto a la vía? Un cálculo utilitarista diría que ambos asesinatos serían lícitos, pues sacrifican una vida para salvar cinco. Sin embargo, muchas personas se negarían a asfixiar al bebé o a empujar al gordo, seguramente porque tienen una reacción visceral contra el hecho de hacer daño a un inocente con sus propias manos. En un dilema equivalente, un transeúnte podría salvar la vida de los cinco trabajadores al desviar el vehículo a una vía muerta, donde mataría sólo a uno. En esta versión, todo el mundo está de acuerdo en que es lícito cambiar de vía y salvar cinco vidas al precio de una, seguramente porque no «da la sensación» de que uno esté matando a nadie; sólo se evita que lo haga el tranvía[1413].
El filósofo Joshua Greene, en colaboración con Cohen y otros, ha explicado que la reacción visceral contra la acción de asfixiar al bebé o arrojar al hombre a la vía del tren proviene de la amígdala y la corteza orbital, mientras que el pensamiento utilitarista que habría salvado el mayor número de vidas se elabora en una parte del lóbulo temporal denominada «corteza prefrontal dorsolateral», también iluminada en la figura 8.3[1414]. La corteza dorsolateral es la parte del cerebro más implicada en la
resolución de problemas intelectuales, abstractos —se enciende, por ejemplo, en el momento de resolver los ejercicios de un test de CI—,[1415] Cuando las personas se plantean el caso del bebé que llora en el sótano, se activan tanto la corteza orbital (que reacciona ante el horror de asfixiar a un bebé) como la corteza dorsolateral (que calcula las vidas salvadas y perdidas), junto con una tercera área que se ocupa de impulsos opuestos —la corteza cingulada anterior de la pared medial del cerebro, presente en la figura 8.4—. Los individuos para quienes está bien asfixiar al bebé muestran una mayor activación de la corteza dorsolateral.
La unión temporoparietal y la corteza prefrontal dorsolateral, que crecieron muchísimo en el transcurso de la evolución, nos procuran los medios para realizar cálculos fríos según los cuales ciertas clases de violencia están justificadas. Nuestra ambivalencia respecto a los resultados de estos cálculos —si hay que considerar la asfixia del bebé como un acto de violencia o como un acto que evita violencia— pone de manifiesto que las partes cerebrales por excelencia del cerebro no son ni demonios interiores ni ángeles, sino instrumentos cognitivos que pueden tanto fomentar la
violencia como inhibirla; y, como veremos, ambos poderes se usan de manera pródiga en las formas de violencia típicamente humanas.
Mi breve recorrido por la neurobiología de la violencia apenas hace justicia a nuestro conocimiento científico, y nuestro conocimiento científico apenas hace justicia a los fenómenos propiamente dichos. De todos modos, espero que haya convencido al lector de que la violencia no tiene una sola raíz psicológica sino varias, que funcionan conforme a principios diferentes. Para entenderlas, hemos de examinar no sólo el hardware del cerebro sino también el software —es decir, las «razones» por las que las personas se comportan de forma violenta—. Esas razones están implantadas como
patrones complejos en los microcircuitos de tejido cerebral; no podemos interpretarlas directamente a partir de las neuronas, como tampoco podemos entender una película poniendo un DVD bajo el microscopio. Por eso, el resto del capítulo adopta la visión panorámica de la psicología al mismo tiempo que conecta los fenómenos psicológicos con la neuroanatomía.
Existen muchas taxonomías de la violencia que tienden a hacer distinciones similares. Adaptaré el esquema de cuatro partes de Baumeister, dividiendo una de las categorías en dos[1416].
La primera categoría de violencia puede denominarse práctica, instrumental, explotadora o depredadora. Es la forma más simple: el uso de la fuerza como medio para conseguir un fin. La violencia se utiliza en busca de un objetivo, como la codicia, la lujuria o la ambición, establecido por el sistema de búsqueda y guiado por la totalidad de la inteligencia de la persona, de la cual la corteza prefrontal dorsolateral es un símbolo adecuado.
La segunda raíz de la violencia es la dominación —el impulso por la supremacía sobre los rivales (Baumeister lo llama «egotismo»)—. Este impulso parece estar vinculado al sistema de dominación o agresión entre machos alimentado por la testosterona, aunque ni mucho menos se limita a los machos, ni siquiera a las personas individualmente. Como veremos, también los grupos compiten por la
dominación.
La tercera raíz de la violencia es la venganza: el impulso que nos lleva a devolver un daño con la misma moneda. Su motor inmediato es el sistema de la furia, pero también puede reclutar para la causa al sistema del miedo.
La cuarta raíz es el sadismo, el placer de hacer daño. Este motivo, desconcertante y horrendo en la misma medida, quizá sea un subproducto de varias peculiaridades de nuestra psicología, en especial el sistema de búsqueda.
La cuarta raíz es el sadismo, el placer de hacer daño. Este motivo, desconcertante y horrendo en la misma medida, quizá sea un subproducto de varias peculiaridades de nuestra psicología, en especial el sistema de búsqueda.
La quinta —y más trascendental— causa de la violencia es la ideología, en la que los verdaderos creyentes tejen una serie de motivos en un credo y reclutan a otras personas para que realicen sus fines destructivos. No se puede identificar una ideología con una parte del cerebro, ni siquiera con un cerebro entero, pues está distribuida entre los de muchos individuos.
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